ACERCA DE LA EVALUACIÓN Y EL DIAGNÓSTICO EN TERAPIA SISTÉMICA BREVE. POR PS. DR. FELIPE GARCÍA MARTÍNEZ


¿Qué tan importante es la evaluación y diagnóstico para el proceso terapéutico de la TSB, en particular la evaluación del estado mental y el diagnóstico psicopatológico?

Lo primero que quiero señalar es que todo proceso psicoterapéutico serio requiere de una evaluación, de una indagación que permita al clínico comprender lo que sucede, transmitir al consultante una explicación integrada y coherente que le ayude a asimilar la situación que vive y que finalmente oriente sobre cuales intervenciones son las más apropiadas. En lo que no hay consenso es en el momento, duración y características de esta evaluación.

Los modelos tradicionales proponen realizar el proceso psicoterapéutico en dos fases discretas: la evaluación y la intervención. Por lo tanto, instan a la utilización inicial de una serie de herramientas e instrumentos como la anamnesis, la entrevista semi-estructurada, aplicación de cuestionarios, pruebas proyectivas, entre otras, que permitan “saber” qué sucede y precisar el diagnóstico. Este proceso dura entre dos y cuatro sesiones, pero hay casos en que se prolonga mucho más. 

Una condición esencial para que una evaluación sea tal es la neutralidad del terapeuta, la indagación objetiva de información y la suspensión de cualquier intento de intervención anticipada. En la última sesión de esta primera fase se realiza la “devolución”, en la que se le señala al paciente qué es lo que “tiene”, se le comunica su diagnóstico y se le propone un plan de acción, que puede ser la continuidad de tratamiento o una derivación a otra instancia más competente. Este proceso se inspira en el principio de que el paciente “tiene” algo que necesita ser descubierto, analizado y exploradas sus causas; el evaluador es alguien experto que a partir de todos estos antecedentes podrá emitir un diagnóstico y proponer una intervención. 

Desde el punto de vista de la TSB, la evaluación y la intervención son inseparables, cada interacción que se da entre terapeuta y consultante es ya una intervención, desde el primer saludo y más aún durante la conversación. Cada pregunta del terapeuta, cada movimiento, cada silencio, genera un impacto en el consultante que resulta inevitable. Por lo tanto, no existe tal neutralidad y tal objetividad, y resulta imposible no intervenir. Una cosa distinta es que no se tenga conciencia de dicha intervención y lo que es peor, que no se asuman las consecuencias de dicha influencia. Jay Haley (1991) se mofaba de los llamados terapeutas no directivos definiéndolos como aquellos que no se dan cuenta de hacia dónde están dirigiendo. 

En tal sentido, la TSB ofrece un proceso de evaluación-intervención paralelo y constante. En las primeras sesiones, cuando el motivo de consulta no está tan claro y los objetivos no están definidos, esta influencia se orienta a que la persona reconozca en sí mismo competencias y aprendizajes que le permitan enfrentar los problemas de la vida, con independencia de su naturaleza. En las sesiones subsiguientes, cuando ya se han definidos objetivos claros, la influencia se dirige a su cumplimiento, utilizando técnicas más específicas para trabajar, por ejemplo, la depresión, la ansiedad, los pensamientos rumiativos, los conflictos de pareja, o lo que sea que haya surgido de la negociación.

Otro punto para discutir es el tiempo que emplean los terapeutas tradicionales en efectuar esta evaluación. Estudios desarrollados por distintos autores (Garfield, 1989; Gimeno-Peón, 2020) han señalado que el tiempo promedio en la que un consultante permanece en terapia son seis sesiones. Ante esto, ocupar cuatro o más sesiones en solo evaluar sin intención explícita de ayudar a una persona que está sufriendo, corre el riesgo de que finalmente el consultante deserte sin haber obtenido el apoyo que buscaba, lo que lo frustra (habrá que escuchar después sus opiniones sobre la psicoterapia) y frustra al terapeuta.


Durante el proceso evaluativo, muchos instrumentos utilizados son de “rutina”, sin que necesariamente sus resultados aporten al diseño de un plan de intervención. Es más, es probable que algunos terapeutas mal intencionados o poco preparados usen estas pruebas como relleno, es decir, para incrementar el número de sesiones, a la espera de que el taxímetro corra o del surgimiento mágico de alguna serendipia que le diga qué hacer. Mi postura es solo admitir el uso de instrumentos distintos a la conversación cuando el resultado de dicha aplicación tenga interés clínico, es decir, que aporte al cumplimento de los objetivos planteados por el consultante. Obviamente, en casos de intervenciones inmersas en un proyecto de investigación, el uso de cuestionarios sí se justifica, pero por la misma investigación, no por su valor terapéutico.

Otro elemento que es necesario discutir es el uso en estos procesos de evaluación y diagnóstico de instrumentos que no cuentan con pruebas de confiabilidad y validez (Bernsterin & Nietzel, 1982; Sabogal, 2004), es decir, que no sabemos lo que exactamente están midiendo, si lo están midiendo bien, si sus resultados son confiables y si nos permiten al menos predecir el comportamiento de una persona en el futuro. Ejemplo de estos instrumentos son las llamadas pruebas proyectivas (ejemplo: Rorschach, Lüscher, Zülliger), de amplio uso en países como Chile, pero fuertemente cuestionados en otras latitudes debido a la carencia de indicadores psicométricos adecuados (Lilienfeld et al., 2000). Una buena prueba de selección universitaria debe ser capaz de distinguir entre los que progresarán en la carrera elegida y quienes desertarán o serán eliminados de la misma, de otro modo, esa prueba de selección es solo un adminículo para reducir la cantidad de estudiantes que ingresan, con un valor similar a lanzar una moneda al aire. Una buena prueba de inteligencia debe ser capaz de distinguir entre quienes se beneficiarán de la educación formal y quienes requieren de un apoyo extra para cumplir con los objetivos curriculares; de otro modo, solo será una fuente de discriminación y estigmatización. Del mismo modo, una buena prueba proyectiva debe ser capaz de distinguir entre quienes se verán beneficiados por un tratamiento y quienes no, entre quienes tienen un buen pronóstico y quienes no, entre quienes tendrán una vida más funcional y quienes tendrán serios problemas de adaptación; entre quienes mostrarán el mejor desempeño laboral y quienes serán menos productivos (que es la razón por la que se usa este tipo de pruebas en procesos de selección de personal); pues bueno, esa prueba proyectiva no existe.

Respecto al diagnóstico psicopatológico propiamente tal, hay que recordar que la TSB tiene una postura no psicopatologizadora, lo que implica que para el desarrollo del proceso terapéutico le resulta irrelevante si la persona cumple o no con los criterios para su clasificación en una entidad nosológica. Debido a que no trabajamos con cuadros, sino con personas, y el interés principal no es disminuir síntomas sino resolver problemas, si una persona no cumple, por ejemplo, con los cinco criterios para ser diagnosticado con un trastorno depresivo mayor (por ejemplo, sus síntomas llevan menos de 14 días), no modifica en nada ni el ofrecimiento de ayuda ni las técnicas a utilizar. Lo que sí es necesario es una evaluación cuidadosa sobre los problemas específicos que esté teniendo consigo mismo o con los demás y que le generan una interferencia en su vida cotidiana o en el cumplimiento de sus metas, pero esa evaluación no es psicopatológica. En otras palabras, para el tipo de proyecto terapéutico que se ofrece en TSB, el diagnóstico psicopatológico no ofrece información relevante sobre las decisiones clínicas que se pueden tomar en el proceso. 

Existen otros riesgos del diagnóstico psicopatológico que deben ser tomados en consideración, por ejemplo, el riesgo de la estigmatización (“está loco, no sacas nada con peguntarle”), auto-estigmatización (“me da vergüenza tener una depresión”) y discriminación (“no lo voy a contratar, pues tiene un problema mental”). Además, pueden reforzar la desesperanza del usuario en la medida que cree que tal diagnóstico apunta a una característica intrínseca y fuertemente enraizada en su biología o su personalidad y, por lo tanto, difícil o imposible de modificar. Imaginen el efecto que producía hace algunos años, cuando a un paciente se le informaba que padecía de “depresión endógena”, es decir, que su depresión tenía origen genético y que, por lo tanto, no iba a cambiar jamás. Por fortuna, esta nomenclatura de “depresión endógena” fue eliminada hace años de los tratados de psiquiatría, aunque no necesariamente esto ha resuelto el problema pues hay profesionales que la siguen utilizando. 

Otro riesgo del diagnóstico, vinculado con el anterior, es que muchas personas terminan incorporando el nombre que se le da a sus síntomas como parte de su identidad. No es que “padezca” una depresión, sino más bien que “es” depresivo. Y es probable que al considerarse una “persona depresiva” termine organizando y explicando su historia de vida alrededor de dicha palabra; ahora quizás comprenda su malestar emocional, su profunda tristeza, su falta de ánimo para levantarse en la mañana, quizás también logre explicar algunos episodios de su vida, como el abandono, la soledad, el rechazo social. El diagnóstico termina asumiendo un rol explicativo de su propia vida, sobre la cual organiza sus distintas experiencias, convirtiéndose en un aspecto nuclear de su identidad. Vaya un terapeuta ahora a tratar de eliminar la depresión de su vida; tal ofrecimiento puede ser interpretado fácilmente como amenaza, pues lo que se le está ofreciendo al usuario es eliminar el eje sobre el cual ha organizado sus experiencias de vida, sin ofrecerle nada a cambio y por lo tanto empujándolo al caos. Quizás sea necesario en este punto recordar que el diagnóstico psicopatológico no tiene un rol explicativo, no explica lo que a la gente le sucede, las personas no están triste porque tengan depresión. El diagnóstico es más bien el nombre de una categoría de segundo orden que un profesional asigna a una serie de observaciones de primer orden, que son los síntomas que la persona relata; por lo tanto, son de naturaleza descriptiva.

En esa línea, hay que reconocer las ocasiones en las que el diagnóstico psicopatológico sí podría tener utilidad. Esas ocasiones son las siguientes:

·      Simplifica la comunicación y establece un lenguaje común entre especialistas. Entendemos que la palabra depresión es el nombre que le asignamos a un conjunto de observaciones que incluye desánimo, tristeza, desesperanza, anhedonia, fatiga, etc. Si yo quiero escribir un texto donde comparto las técnicas que utilizo en estos casos, el título quizás se llame “terapia breve de la depresión” y no “terapia breve para el cuadro caracterizado por desánimo, tristeza, desesperanza, anhedonia, fatiga, etc.”. En este caso, la nomenclatura psicopatológica simplifica la comunicación.

·      Permite la evaluación epidemiológica de los problemas de salud mental. ¿Cuánto recurso debe invertir el estado para combatir la depresión, la esquizofrenia, el trastorno de pánico, entre otros problemas de salud mental? ¿Cuántos profesionales deben contratarse por centro de salud para absorber la demanda asociada a estos u otros cuadros? Los servicios de salud requieren contar con estadística precisa sobre los trastornos que presenta sus usuarios, además de reconocer los factores de protección y de riesgo, pronóstico, años perdidos por discapacidad, entre otra información que oriente adecuadamente las políticas de promoción, prevención e intervención en salud mental pública. Para esto se requiere que los profesionales diagnostiquen a sus usuarios, aunque esto no tenga necesariamente utilidad para la ayuda psicoterapéutica ofrecida.

·      Permite el diagnóstico diferencial y por lo tanto la prescripción correcta de medicamentos. Hay un grupo de profesionales de salud mental que está en condiciones de prescribir fármacos que apuntan a disminuir síntomas, entre ellos médicos de familia, médicos de salud mental, psiquiatras y neurólogos. Para una adecuada elección de fármacos, muchas veces se requiere precisión diagnóstica que oriente esta decisión. Por ejemplo, si un usuario presenta síntomas depresivos, es necesario distinguir si se trata de un episodio depresivo mayor o un trastorno bipolar en su fase depresiva. En el primer caso, un fármaco antidepresivo como la sertralina puede ser una buena elección, para el segundo caso, el mismo fármaco podría provocar lo que en medicina llaman “viraje”, es decir, en lugar de disminuir los síntomas, estos son reemplazados por síntomas maniacos. Para el segundo caso, sería más recomendable utilizar estabilizadores del ánimo como el litio. Para ello, entonces el proceso diagnóstico suele ser muy útil. Sólo hay que recordar que la prescripción de fármacos, por cierto muy necesaria, no es psicoterapia.

·      Facilita procesos de investigación en psicoterapia. Muchos proyectos de investigación en psicoterapia apuntan a dilucidar si un modelo terapéutico, una técnica específica o un aspecto del proceso (como la relación) tiene un efecto sobre un problema específico de salud mental, por ejemplo, en la disminución de síntomas depresivos. Para ello, se requiere seleccionar a usuarios, participantes del estudio, que cumplan con los criterios del cuadro clínico al que apunta la intervención puesta a prueba. En tal caso, el uso de instrumentos que permitan el diagnóstico o la medición de síntomas, como la Escala de Depresión de Beck, se hace necesario.

CUADRO: Utilidades y riesgos del diagnóstico psicopatológico

UTILIDADES

RIESGOS

Simplifica la comunicación entre profesionales

Hace perder el foco de una intervención psicoterapéutica propiamente tal.

Permite la evaluación epidemiológica de un trastorno, que orienta las decisiones en política pública sobre la salud mental.

Tiene efectos iatrogénicos en la medida que la persona puede incrementar su malestar, por ejemplo, a través de la estigmatización, auto-estigmatización y discriminación social.

Permite el diagnóstico diferencial para la elección correcta de medicamentos y otras decisiones relacionadas con la intervención.

Puede incrementar la desesperanza, en la medida que el usuario (y a veces el terapeuta) considera que ese diagnóstico no tiene solución. Ejemplo: depresión endógena.

Facilita procesos de investigación, por ejemplo, para evaluar el impacto de una intervención sobre un problema concreto.

El usuario puede incorporar el diagnóstico como parte de su identidad, haciendo más difícil el cambio.

 

Referencias:

Bernstein, D., Nietzel, M. (1982) Introducción a la psicología clínica. Ciudad de México, México. McGraw-Hill.

Garfield, S.L. (1989). The practice of brief psychotherapyPergamon.

Gimeno-Peón, A. (2021). Mejorando los resultados en psicoterapia. Pirámide.

Haley, J. (1991). Las tácticas de poder de Jesucristo y otros ensayos. Paidós.

Lilienfeld, S. O., Wood, J. M., & Garb, H. N. (2000). The scientific status of projective techniques. Psychological Science in the Public Interest, 1(2), 27-66.

Sabogal, L. (2004) Pruebas proyectivas: acerca de su validez y confiabilidad. Duazary, 1(2), 134–137.

 

 



0 comments:

Publicar un comentario

Populares